martes, 24 de diciembre de 2013

La iniciación

La bicicleta llegó algo tarde. Ser el menor de los hermanos es ser el depositario de las herencias: suéteres, pantalones, zapatos, juguetes, normal. Las bicis tenían su propia evolución, llegaban con el tamaño, y el tamaño sí importa, vaya, con la adolescencia llegaba la bici oficial, la delictiva.
Llegó en modalidad “escójala usted”, luego irse a casa en la bici nueva y dejarla guardada hasta la media noche. Una moñita verde en los frenos y la frustración de no poder sacarla hasta el día siguiente. Feliz Navidad.
Me la robaron dos días después. Que sí, que a mí me regalaron un Super, vení pasá, dejala ahí, no hay clavo.  Con el robo la tristeza, la ira de mis papás se transformó luego de unas semanas en una especie de culpa y luego de preocupación, el niño estaba triste, ¿qué tendría el niño?
Pasé varios días sin hablar mucho, los suficientes para que se acostumbraran, “son las hormonas” dijeron. En un par de semanas me transformé en un adolescente, uno de esos callados, de esos que crecen un montón de un día para otro y que crecen sin palabras, y sin bicicleta.
Una de mis tareas de adolescente mudo era ir a traer el pan, todas las tardes entre Cándido Pérez y Primer Impacto salía rumbo a la panadería. Una tarde cualquiera, en camino de la tarea, vi una bicicleta recostada en la acera, la imagen fue instantánea “está dentro pidiendo el pan”, y pleno de certeza y tranquilidad agarré la bicicleta, de lo más tranquilo, y me fui. Estaba algo vieja y sucia, pero era justo de mi altura. Pedaleé durante horas, hice alguna de las rutas que de niño había hecho con mis hermanos, pedalear en dirección a Chiquilajá y seguir por una vereda que iba junto al río, un río de mierda, literalmente, pero incluso en las aguas negras el reflejo de la luz del sol al atardecer mientras pedaleás sobre una bici recién robada era una sensación única, plena, se antoja imaginarla como un videoclip sintiendo la brisa en el rostro, con una sonrisa discreta y la barbilla inclinada hacia el atardecer. Unas cuantas horas después había regresado a casa, sin pan pero con bicicleta. No me preguntaron mucho, habían dejado de hacerlo luego de la depresión post navideña. Me la prestaron, fue todo lo que dije. Algunas semanas después la dejé abandonada en un parque.
Y luego me prestaron otra, y otra más, y cada vez que conseguía una, hacía la misma ruta junto a aquel río de mierda, pues, junto a aquel hermoso río de mierda. No había frecuencia, ni motivo, ni explicación, solo sucedió durante todo ese año.
Volvió a llegar la navidad y mis papás me preguntaron si estaba dispuesto a pagar –trabajado- la mitad de una bicicleta, yo les dije que no, que prefería un Super Nintendo. Me regalaron una chumpa y un mapa de las estrellas.

Algunos años después, conseguí que me prestaran el Super.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Ejercicios de lectura: El elegido, Rafa Romero


Escena 1: 


El capitán Willard (Martin Sheen) está preso en una especie de calabozo subterráneo, un lugar absolutamente oscuro contrastado con algunos rayos de luz de sol que entran por las rendijas del calabozo. Se observa un grupo de niños curiosos viéndolo, riendo, luego el cuerpo del capitán como reptando, despertando quizá. Volvemos a ver a los niños y entre ellos los ojos del coronel Kurtz (Marlon Brando) asomado también, viendo a su preso, posteriormente lee en voz alta y detalladamente un artículo sobre la Guerra.

Una cantina que se llama Aquí nacen los campeones, una ONG de apoyo a privados de libertad con discapacidades neurológicas que se llama Días prósperos. Un personaje que se llama Bartolomé Jesús Ledesma López, mejor conocido como Bartolo , o Tolo así, a secas.  Un personaje que habita y habla desde una especie de sótano de la sociedad guatemalteca. Sótano se queda corto, cloaca, calabozo, agujero en la tierra, un submundo, Tolo se desliza, repta quizá, por ese mundo paralelo, por ese universo de sombras en el que previamente han recorrido otros narradores guatemaltecos, me refiero a una pequeña tradición de relatos desde el submundo que no es otro que el día a día de un país que se empeña en construir un relato luminoso sobre una piedra gigante llena de mierda. Pienso en los relatos de Víctor Muñoz, de Marco Augusto Quiroa, Carlos Paniagua, Franz Galich, y más recientemente Francisco Alejandro Méndez, Juan Carlos Lemus, Estuardo Prado, Eduardo Juárez, Arnoldo Gálvez Suárez, Byron Quiñónez, José Joquín López, y bien, Rafael Romero,  la exploración por nuestras cloacas no es, finalmente, una exploración, sino un recorrido natural y cotidiano (si es que nos podemos atrever a llamar así a nuestra realidad). El elegido se inscribe pues en esta forma de entendernos, de buscarnos, de estar tirados ahí en el calabozo tratando de entender qué carajos nos pasa.


Escena 2:

Martin Sheen sale del hoyo, Marlon Brando le deja abierta la puerta del calabozo, el capitán Willard sale “a la luz”, repta, se desmaya, lo cuidan, le dan agua, el coronel Kurtz, siempre a la sombra,  recita el poema The hollow men de T.S. Elliot

Inclinados unos con otros
La cabeza llena de paja. ¡Pobres!
Nuestras voces secas, cuando
Susurramos juntos
Son suaves y sin sentido
Como el viento sobre el pasto seco
O pies de ratas sobre vidrio roto

La voz, de dónde surge la voz, quién habla cuando el subalterno habla, cómo habla el subalterno, la gran pregunta de Gayatri Spivak “Puede hablar el subalterno”, según Spivak, no pueden hablar en el sentido de que no son escuchados, de que su discurso no está sancionado ni validado por la institución. [] el subalterno no puede realizar actos de habla que refrenden su discurso., sin embargo plantea que el artista desde la cultura puede dar “voz” al subalterno, en su manifestación  puede “transmitir a modo de delirio esa voz interior que es la voz del otro en nosotros, y bien, es posible, es válido, se ha hecho y se seguirá haciendo, aunque personalmente creo que es necesario plantear a dónde nos lleva este ejercicio, a dónde llegamos cuando guionamos la voz del otro, y acá un cuestionamiento que nos abre este libro: qué es eso que nos hace sentirnos identificados o no, rechazar o no, el habla que el narrador plantea, esa especie de reconstrucción literaria de una voz que es imposible de asir, una voz que se escurre, qué es eso que sentimos y de dónde viene. El comentario “nosotros no hablamos así” quedaría bastante fuera de lugar tomando en cuenta que estamos hablando no precisamente de quienes estamos acá, no precisamente de los estudiantes de una universidad privada, ni siquiera hablamos de la clase media (aceptando que aún existe), no, el plural acá colapsa, se disloca, incluso para el mismo narrador. La otra pregunta necia, ¿es que acaso solo podemos escribir sobre aquello que representamos, sobre aquello que conocemos?, ¿estamos presos de nuestra clase, de nuestra voz, de nuestras palabras? Las respuestas serán mutantes como la pregunta, el otro, sin lugar a dudas es un espacio que aún no sabemos cómo habitar, nosotros, el otro, ustedes, ellos, en fin, ahí una de las grandes discusiones del quehacer cultural, hasta dónde llega la voz de los demás que pasa a través de nosotros, hasta dónde…

Escena 3

El coronel Kurtz en la sombra, marlon brando en su grandioso esplendor, es decir, en el corazón de las tinieblas, en el corazón mismo de la selva, hablando con el capitán Willard, Martin Sheen, quien está a punto de matarlo. Kurtz, la voz de la sombra, la voz del horror de una guerra recita aquel monólogo inmortal:

He visto el horror. El horror que tu has visto. Pero no tienes derecho de venir y llamarme asesino. No tienes derecho. Tienes el derecho de matarme. Puedes hacer eso, pero no tienes el derecho de juzgarme. Es imposible describir en palabras justas qué es el horror para aquellos que no saben qué es. Horror. El horror tiene rostro, y tienes que hacerte amigo del horror. El horror y el terror mortal son tus amigos. Si no lo son,  entonces son enemigos a temer. Son verdaderos enemigos.

El horror. Sería el sustantivo exacto, la palabra que se nos mete como un chaye en el cuello, el horror. El recorrido de Tolo, la narración de Tuco, el testimonio acobardado de un estudiante de sociología, el relato silente del vecindario, la voz de unos niños que hablan desde un agujero oscuro, un agujero de mierda, así sin eufemismos. Vivir en el barranco, morir en el barranco, nacer entre el lodazal y nacer cada vez que la goma de esta realidad decide darnos un respiro. Ese permanente despertarse del chara, del dónde estoy, cómo terminé metido en esto, y peor todavía, cómo diablos salgo de este agujero. El elegido, vaya nombre para un relato sórdido, nunca mejor puesto, el elegido como una bala elige a un cuerpo, suponiendo que lo elija; como un lector elige a un libro, con la certeza que uno va para adelante, aunque adelante sea hacia abajo, o hacia atrás: todo movimiento es un acto creativo, dice Newton. Describir la belleza y delinear la fealdad no son actos contradictorios, esto lo dice Ezra Pound en algún lado. “No usté no entiende ni se imagina nada. Usté está del otro lado”, esto lo dice Bartolomé Jesús Ledesma López hacia el final del libro, y el elegido se vuelve uno. El diálogo del capitán Kurtz en Apocalypse now termina cuando Marlon Brando le pide al capitán Willard que le cuente a su hijo por qué él hizo lo que hizo, por qué se sumergió en el horror, entonces, salvadas la distancias, todos tratamos de contar esa historia, todos hacemos, o tratamos de hacer lo que Coppola hace, lo que Joseph Conrad hace en el Corazón de las tinieblas, lo que Rafael Romero hace en El elegido, lo que Homero quiso hacer cantando “Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros”, tratamos, como podemos, con lo que tenemos, con lo que nos sale, cantamos al horror que, en definitiva, no nos abandona.



miércoles, 23 de octubre de 2013

El día siguiente


Ok,
nos vencieron.

Como si aún significara algo la derrota.

Como si a este valle de esqueletos
y carros viejos
aún le pudiéramos llamar desierto.

Para cuando nos dieron el golpe
el desierto ya no era desierto
los parques ya no eran los parques
ustedes seguían siendo los mismos
y nosotros,
a los que vencieron,
éramos la sombra de los cuerpos que los crearon,
la ceniza,
el polvo.

Nos vencieron,
caímos,
molieron nuestros huesos.

Pronto volverán a saber de nosotros.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Los episodios del vagón de carga para los que nunca hemos visto un tren




La locomotora
Si supiéramos cómo nombrar en definitiva esa sensación de extrañeza que nos invade a veces, que se nos viene al pecho como un peso inexplicable, si encontráramos una sola palabra que lo enunciara, el mundo quedaría en silencio.
Porque sin querer seguimos tratando de explicarnos, de apalabrarnos para poder ver más allá de lo evidente, aunque sea lo evidente su mismo punto de partida. La escritura es deseo, como aquel caballo de caricatura que persigue eternamente a una zanahoria que lleva atada en la cabeza, mientras no la alcance, todo estará bien. La literatura persigue al lenguaje para tratar de decir aquello, el espléndido efecto de una causa que aún no sucede1, explicando así la sorpresa de leer un poema sin entender muy bien qué es eso que nos invade, identificarnos con lo que nos sugiere, como una especie de déjà vu.
Es fácil de entender este fenómeno cuando se está enamorado, por ejemplo, el mundo que nos rodea nos habla, una canción, el clima y la (a veces extraña) sensación estar vivo se mezclan con esa inevitable satisfacción amorosa, que suaviza la piel y acolocha el pelo, como decían las abuelitas. Llega entonces a nuestras manos un frase, una película, una imagen que nos transporta hacia el ser amado, y el deseo de que esa frase, esa película o esa imagen hubieran sido creadas con nuestras manos, con nuestro esfuerzo, pero no, es otro quien lo escribe y uno quien termina apropiándoselo, total que la poesía es, entre tantas cosas y entre ninguna, un diálogo entre subjetividades, desde cualquier lado que se lea, como dijera aquel italiano en la adaptación de El cartero de Neruda, “la poesía no es del que la escribe, sino del que la necesita”.
I O I
Los episodios del vagón de carga fueron premiados en 1969 en los Juegos Florales de Quetzaltenango y publicados por primera vez en 1971 por la editorial de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Sin querer, este libro nace en espacios totalmente contrastantes. Por un lado la premiación en Xela era (y aún lo es) un acto de abolengo para la élite quetzalteca en el que se reconocía al “poeta laureado”, como una suerte de iluminado al estilo modernista de fines del siglo XIX; y por el otro, la Editorial Universitaria de aquellos tiempos publicaba autores contemporáneos que, además de su reconocido talento, compartían un compromiso ético, estético y político con su momento histórico, particularmente en contra de las dictaduras militares y sus atroces consecuencias. Como si el libro de Arce danzara entre la decimonónica sociedad del occidente y el pensamiento revolucionario sesentero en un lúdico desplazamiento entre opuestos, de lo apolíneo a lo dionisíaco sin saber cuál es cuál.
La obra de Manuel José Arce estuvo profundamente marcada por esa época ruda, represiva. En su polifacética creación encontramos siempre la denuncia del artista ante las injusticias que desborda(ba)n nuestra sociedad, para fines prácticos, latinoamericana. Dice el dramaturgo, novelista, periodista y, sobre todo, poeta:

“Total: no pasa nada:

me desangro.

Y sólo se desangra el ciudadano

A-1 199003 de la leve ciudad de Guatemala,
En donde y cuando tantos se desangran,

se desangran de veras,

por heridas legítimas,

de bala,

de no comer,

de estar pobre y enfermo y trabajando.”
Y todo porque para Arce, inquieto, ameno y fraternal (según cuentan sus amigos), el pueblo no era una abstracción ajena, sino una realidad inmediata, de ahí la profunda sencillez de sus textos, de un Vagón de carga personalísimo y cotidiano. Su lenguaje sencillo y la representación de un mundo conocido por las grandes mayorías, nos hablan de su intención de ser leído en un amplio rango de posibilidades, de compartir un lenguaje accesible a cualquier persona, el subtítulo de libro “(anti-pop-emas)” es la clave para entenderlo.
I O I
En 1954, el poeta chileno Nicanor Parra publica su libro Poemas y antipoemas, una serie de textos que replantearían el quehacer poético latinoamericano. Parra introduce un nuevo lenguaje, simple y cotidiano, que contrastara con la retórica de las vanguardias de la primera mitad del siglo XX. El afán de estas vanguardias era replantear la percepción subjetiva del mundo a partir de libertades estéticas nunca antes vistas y terminó en la construcción de un lenguaje hermético e incomprensible (en términos de comunicación) para las mayorías. A partir de esa necesidad de replantear la literatura, surge la “antipoesía” de Parra en la que se crea un nexo comunicativo más eficaz con el lector, donde las ideas lograran superar al lenguaje, “una poesía a base de hechos y no de combinaciones o figuras literarias”2 como comentara el mismo Parra.
Rápidamente podríamos comparar el siguiente fragmento de Dibujos de ciego del también guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, publicado el mismo año en que Los episodios del vagón de carga ganara los juegos florales:
“Las nimias anécdotas que cuentas sucintamente son monedas arrojadas en las aguas nocturnas del ser que responden heridas con interminables círculos excéntricos: constituyen el tema; y no las anécdotas, sólo conductoras de la carga que forma fluidas estructuras: no has querido expresar un significado, sino crear significación”3;
con este otro de Arce:

“Amo en tus pechos, pechos

Piel y forma.

Nunca manzanas, piñas y otra cosa.

No me quiero acostar con un frutero de exotismos retóricos.
Ni con una alta cátedra de mármol que me lleve a decir
palabritas de frac, condecoradas,

frases de muerte ilustre, memorables,

cosas que no disgusten a la gente”;

en ambos casos los poetas se refieren al uso particular que quieren hacer del lenguaje, Cardoza y Aragón, continuador de la estética vanguardista a la cual se contrapuso la antipoesía, evidencia un eficaz uso de figuras retóricas en un código particularmente complejo y exigente; mientras que en Arce el lenguaje mucho más ameno y cotidiano nos permite una identificación inmediata con sus textos, acceder a los espacios de reflexión propuestos por él con mucha más comodidad e inmediatez.
Como era de esperarse, el planteamiento de Parra no fue exclusivo para la tradición chilena, la historia compartida en distintas regiones del mundo impulsaba a los poetas a este nuevo diálogo estético-político4. Arce y Guatemala, sin lugar a dudas, no fueron la excepción.
I O I
Evidentemente el subtítulo de este libro es en sí mismo antipoético, (anti-pop-emas) además de hacer alusión a su referente parriano, también alude un importante componente para la lectura del libro, la representación de lo popular.
La cultura pop, esa que Carlos Monsiváis llamaría “el resultado anómalo de la ambición comercial y la creación artística”, y que se convertiría en el reconocimiento de los rasgos culturales característicos de nuestra contemporaneidad, íntimamente ligados a la idea de industria, reproducción y comunicación de masas (la publicidad, los cómics, el cine, la televisión, la música popular) que habían estado proscritos de la creación artística. Justo como lo deja ver Arce en Los episodios del vagón de carga se trata de la posibilidad de incluir no sólo el lenguaje popular sino su propia simbología, la que identifica al pueblo -y al mercado, valga añadir-, en su cotidiana convivencia, como lo podemos ver en este fragmento:
“descubro que te quiero

como un rinoceronte a su rinoceronta,

y quiero ser un héroe del cine robándote a caballo entre balazos”

o en este otro:
“Ver tu zapato junto a mi zapato:
olvidados de todo,

sin el trabajo de irnos soportando”

Probablemente este desenfado carnavalesco con que el autor representa su momento histórico, sea uno de los principales aportes de este libro. Abrir la posibilidad de que lo popular fuera un baile de máscaras intercambiables y festivas a pesar de la tragedia que, para el pueblo guatemalteco, a penas se avecinaba.
Este juego de disfraces paródicos podría explicar la existencia del intermedio del libro, con su métrica clásica, sus rimas y sus cantos “sublimes” al amor, sobre todo en un país en el que el sistema educativo ha ido convirtiendo a la literatura en un objeto extraño y ajeno, donde la poesía es un cúmulo de rimas empalagosas que pareciera se susurran los viejitos al oído; puede que Arce esté jugando con estos clichés para dibujarnos una interrogante en el rostro ante su picaresca sonrisa. Podría ser.
I O I
Alejado de cualquier signatura populista y panfletaria, la postura política de Arce resulta bastante radical, hoy, viéndola con la distancia que nos otorga el tiempo, parecería que aquella apuesta a la subjetividad, al individuo, y sobre todo al amor, fueran su respuesta ante la sordidez de la muerte y la injusticia; como si la primera y la última esperanza se volcaran en esos tres segundo de intensidad, en esa cuenta regresiva hacia al vida:
“y cuando iba a morirme por vez última
pasaste tres segundos

sin detenerte,

[...]
tres segundo apenas,

y nací

y empecé a vivir mi vida

-la única que tengo y que he tenido-
y la tierra se puso

a correr y a dar vueltas

alrededor del sol

nueva de gozo”


sin duda es el feeling el que da el motor a este tren tan familiar para nosotros, los que nunca hemos visto uno. Quizás porque apostar por el amor en las horas oscuras cuando tantas cosas perdían sentido para la humanidad, era apostar a que el futuro es una habitación llena de ventanas desde donde tarde o temprano veremos pasar los episodios de nuestro propio vagón de carga. A lo mejor sí.


1  Fenómeno que el cubano Severo Sarduy llamó retombée.
2  Citado por Schopf, Federico, en el prólogo de Poemas y Antipoemas, Santiago, Nascimento, 1970
3 Cardoza y Aragón, Luis. Dibujos de ciego. México, siglo XXI editores, 1969. P. 13.

Roque Dalton en El Salvador o Nazim Hikmet en Turquía, por poner un par de ejemplos


miércoles, 11 de septiembre de 2013

Ejercicios de lectura: Lola Guerrera

www.lolaguerrera.com

El Veranillo de San Miguel


Es fácil imaginar la infancia como uno de los temas favoritos del arte, siempre volvemos o deliramos que volvemos, o más esquizo aún, afirmamos hablar desde ella. Para lo que nos trae esta vez al signo, resulta innecesario detenerse en una inútil ontología de los años felices, no, sale ahora la infancia para pensar en cierta forma de ejercer la fotografía, en cierto ojo curioso y travieso que decide capturar el agua de la piscina con las manos para ver si es azul, en la que sospechamos es una relajada forma de disparar, de encuadrar como si se tratara de un juego en el que se reorganiza el tiempo y se vuelve a pintar el cielo.
El Veranillo de San Miguel es, en la tradición española, una especie de repunte del verano, un momento en el que el verano mismo decide ser verano, algo como su propia reivindicación. Así esta serie de Lola Guerrera, que toma este nombre de su imaginario popular, es a su vez su propia reivindicación, la de ese lúdico ejercicio de la fotografía al que nos referíamos, al del repunte del verano y al del repunte de la imaginación, ahí donde la foto decide registrar los universales -el mar, el desierto, la arena, el agua, el cielo, la infancia, etcétera- con aquella metafísica que nos enseñó Pessoa “Que no hay mayor metafísica en el mundo que la de los chocolates”. Registrar el paso el tiempo reorganizándolo: la memoria, despeinándola; la infancia, corriéndola y el verano, pues, veraneándolo. El manejo de los celestes como si el cielo fuera un juego de legos; la arena, las paredes y la luz estallando al blanco, como si en ellos se pudiera colorear; y el movimiento sugerido por un sol y un mar que juegan a las escondidas esperando que les encontremos, son pues suficientes razones para no dejar de disparar, para que el chiste colonialista de la cámara roba almas se convierta en una poética realidad, dejarse robar el alma, así porque sí, porque se viene el veranillo.


nebula humilis




El desierto tiene su propia voz. Habla. El desierto tiene su propia luz. Brilla. El desierto tiene su propio cuerpo. Baila. Nosotros, recostados en un sofá en medio de alguna gran ciudad, lo imaginamos siempre bajo el sol, siempre su arena. Él nos imagina a nosotros desde su plenitud, parados entre dos piedras, pinchándonos el dedo con alguna espina, ahí, absortos frente a un cactus.
Sabemos algo de su naturaleza, intuimos su fuerza, su natural estar ahí, esperándonos quizá en la variante “de la arena vinimos y hacia ella vamos”. Nebula Humilis es, de alguna manera, un punto de encuentro entre nosotros, soñando al desierto, y el desierto soñándonos. Nubes de colores intensos en medio del desierto como resultado de una especie de colisión entre lo que es y lo que imaginamos que es.
En este trabajo, Lola Guerrera explora las posibilidades del color, el volumen y la materia en un espacio bastante complejo de trabajar, no me refiero precisamente al desierto, sino a nuestro imaginario. Y es que en esto que nos empeñamos en llamar realidad sabemos imaginar el desierto, lo hemos visto, lo hemos vivido, lo hemos intuido, pero... y si lo imaginamos de otra manera, y si por un efímero instante dejamos entrar nuevas formas, nuevos colores, nuevas texturas.
Guerrera juega pues con esas posibilidades, intervenir la paleta de colores del desierto con un naranja o un morado que surja de entre las piedras o la arena es una provocación frontal a nuestra imaginación. Y es que tal como lo sugiere Borges, el desierto es el laberinto perfecto (texto abierto al infinito, en el sentido barthiano), pensarlo como un signo organizado es su propia trampa, Guerrera reivindica en este ejercicio la naturaleza escurridiza de la imagen, del laberinto de significantes y significados por en el cual nos vivimos perdiendo y encontrando, explotar bombas de humo en el desierto es una carta del Unabomber enviada a la “lógica” con que aparentemente entendemos este mundo.
La alusión al latín en el nombre de esta serie de fotografías -que registran intervenciones en espacios mineros de la Aridoamérica mexicana-, podría ser la tensión final del sueño del desierto, la nomenclatura binomial de Linneo pareciera colapsar ante las nuevas formas de vida que habitan las intervenciones de Guerrera, la lógica occidental se vuelve también efímera en el ejercicio, volvemos a la colisión -al fallido colapso organizado bajo el cual se fundamente la minería-, a la explosión de las bombas de humo que resuenan con su honguito atómico ante el “control” que la lógica representa, el humo y su libertad de formas, su volumen fantasmagórico y aleatorio, nos obliga a cuestionarnos ¿qué sucede cuando nos atrevemos no a imaginar, sino a ser imaginados? ¿Cuando dejamos caer una bomba de posibilidades en el centro justo de nuestro imaginario? Quizá, en diálogo con aquel Goya primo del Unabomber, esta vez podamos pensar que el sueño sin la razón produce seres maravillosos que brotan del desierto.