martes, 22 de enero de 2008

El arte de comer pollo


Alguna vez una tía me dijo “tienes que pedir permiso para agarrarlo con las manos”, a lo que mi ingenuidad infantil ya infectada con cierto virus de incomodidad con eso de la etiqueta, sonrío, silenciosa, y siguió chagüitándose los dedos con el pollito.

No es tampoco un misterio por qué a muchos de nosotros nos pone nerviosos un puesto de comida con más de cuatro cubiertos (tenedor, cuchillo, cuchara y la muy noble y nunca bien ponderada, cucharita), y de por qué termina uno salpicándose la camisa luego de la batalla de quitarle la carnita al plumífero (¡yayay!).

Eso para los salsosos.

Los fritos son otra onda, me atrevo a pontificar en este espacio y afirmo que es imposible pensar un pollo frito sin ketchup, sin esa dulce emulación de la sangre, no logro imaginar un plato con el broncino oscuro de la piel del ave empanizada junto a una mediana dotación de papas fritas y un buen pusho de salsa, por alguna razón cuando escribo esto pienso que todo alrededor es anaranjado, ignoro la relación esa de los colores pues. El extremo fundamentalista del ketchup son los que se la echan a los huesos “si tan rica que es la médula”, dicen mientras le hincan el diente al hueso.

Y pues, a la hora de hacer la cartografía pollesca, podríamos enumerar alguna categorías:

Los que no comen pierna: les desagrada la imagen del cavernícola agarrando por la articulación angosta la blanca y regordeta extremidad del ovíparo emplumado incapacitado para volar.

Los que solo comen pechuga: suelen disfrutar la sensación de tener la boca llena y de observar como luego de dar el glotón mordisco aún conserva una buena parte de esa ambiciosa protuberancia carnosa degustada más por los humanos que por los gallos (pregunta técnica, ¿Por qué los gallos no tienen manos?, vickman responde “porque las gallinas no tienen tetas”).

Los que solo comen alitas: personas delicadas y de paladar menudo, de aguzado aparato auditivo que degustan, no solo el sabor de nuestro ave de corral, sino del portentoso sonido de la articulación quebrada, índice y pulgar sostienen el último desmembramiento del pollo para remojarlo en lagunilla de ketchup.

Los que se la comen entera: a la gallina, por supuesto (aclaración de género —por si las moscas— la carne del gallo suele ser demasiado dura, se recomienda en calditos domingueros, para aliviar los males de la deshidratación provocada por la asimilación de la glucosa en que se transforma el alcohol luego de haberse con sumido raciones mayores a la esperada, fin de la aclaración). Estos, poco selectivos, han aprendido a hallarle el gusto a las partes del gracioso pajarillo doméstico, y le entran igual, disfrutan mucha la compañía de cualquiera de las categorías anteriores, porque se pueden comer lo que ellos dejan.

Finalmente, lo amantes de este saludable animal (tal como reza la campaña de la asociación avícola, denominada “el huevo es rico”), se dividen, indistintamente de las categorías anteriormente enunciadas, en: los que se comen el pellejo y los que no. Pero no es trabajo de este profano comelotodo ahondar en esa compleja condición de la epistemología del pollo.

miércoles, 16 de enero de 2008

Albures


Hace algunos días me hicieron el comentario de que todo estaba bien hasta que hablaba, que cuando hablo se me sale el niñón, el adolescente, el patojo chabacán y alburero que no puede terminar una frase sin decir algo ininteligible para sus interlocutores, claro, no me refiero a los más duchos, a los iniciados en la rasposa mística de la calle que comprenden aquellas palabras.

Tiernito albureador me llamó una vez un amigo, quien a la vez es un tremendo albaricoque para rifar con tranquilidad el caliche natural de las esquinas; y revisando por aquí y por allá, mi tremenda comodidad en todo esto, en que para el segundo convivio navideño que hicimos en el pequeño y acogedor reino del Fellini nos la pasamos viendo una lica de César Bono, musicalizada por Chico Che, “uy que miedo, mira como estoy temblando”, cantaba esa especie de Ray Connif cumbiero y guapachoso del amigo estado de Tabasco, no sabía yo como era la imagen de Chico Che, se parecía a Mario Bros, con su overol rojo, camiseta blanca, lentes y el pelo largo. Y yo, comodote, cantando “quel dólar va pararriba y el peso sigue bajando, uy que miedo mira como estoy temblando… revisando todo eso, pues que y qué le vamos a hacer, si nos gusta arrinconar al lenguaje, o por lo menos creer que lo hacemos...

Pero bueno, es que chabacanotes que somos, hemos creado toda una red simbólica de albureros, ahí nos ven, tirándole piedras al lenguaje como quien trata de bajar mangos de un palo, del palo aquel que cura el jiote (como diría un gran maestro)...

particular homenaje a mis compañeros escritores/albañiles del tractor con quienes tanto hemos compartido en estas barroquísimas artes.

Insisto, chancleta es una palabra hermosa.