martes, 24 de diciembre de 2013

La iniciación

La bicicleta llegó algo tarde. Ser el menor de los hermanos es ser el depositario de las herencias: suéteres, pantalones, zapatos, juguetes, normal. Las bicis tenían su propia evolución, llegaban con el tamaño, y el tamaño sí importa, vaya, con la adolescencia llegaba la bici oficial, la delictiva.
Llegó en modalidad “escójala usted”, luego irse a casa en la bici nueva y dejarla guardada hasta la media noche. Una moñita verde en los frenos y la frustración de no poder sacarla hasta el día siguiente. Feliz Navidad.
Me la robaron dos días después. Que sí, que a mí me regalaron un Super, vení pasá, dejala ahí, no hay clavo.  Con el robo la tristeza, la ira de mis papás se transformó luego de unas semanas en una especie de culpa y luego de preocupación, el niño estaba triste, ¿qué tendría el niño?
Pasé varios días sin hablar mucho, los suficientes para que se acostumbraran, “son las hormonas” dijeron. En un par de semanas me transformé en un adolescente, uno de esos callados, de esos que crecen un montón de un día para otro y que crecen sin palabras, y sin bicicleta.
Una de mis tareas de adolescente mudo era ir a traer el pan, todas las tardes entre Cándido Pérez y Primer Impacto salía rumbo a la panadería. Una tarde cualquiera, en camino de la tarea, vi una bicicleta recostada en la acera, la imagen fue instantánea “está dentro pidiendo el pan”, y pleno de certeza y tranquilidad agarré la bicicleta, de lo más tranquilo, y me fui. Estaba algo vieja y sucia, pero era justo de mi altura. Pedaleé durante horas, hice alguna de las rutas que de niño había hecho con mis hermanos, pedalear en dirección a Chiquilajá y seguir por una vereda que iba junto al río, un río de mierda, literalmente, pero incluso en las aguas negras el reflejo de la luz del sol al atardecer mientras pedaleás sobre una bici recién robada era una sensación única, plena, se antoja imaginarla como un videoclip sintiendo la brisa en el rostro, con una sonrisa discreta y la barbilla inclinada hacia el atardecer. Unas cuantas horas después había regresado a casa, sin pan pero con bicicleta. No me preguntaron mucho, habían dejado de hacerlo luego de la depresión post navideña. Me la prestaron, fue todo lo que dije. Algunas semanas después la dejé abandonada en un parque.
Y luego me prestaron otra, y otra más, y cada vez que conseguía una, hacía la misma ruta junto a aquel río de mierda, pues, junto a aquel hermoso río de mierda. No había frecuencia, ni motivo, ni explicación, solo sucedió durante todo ese año.
Volvió a llegar la navidad y mis papás me preguntaron si estaba dispuesto a pagar –trabajado- la mitad de una bicicleta, yo les dije que no, que prefería un Super Nintendo. Me regalaron una chumpa y un mapa de las estrellas.

Algunos años después, conseguí que me prestaran el Super.

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