Por alguna razón llevo varios días
pensando en mapas, en esas cuadrículas coloridas que se despliegan para
describirnos más que un espacio la manera en que concebimos tal espacio. Es la
cartografía un ejercicio de memoria, encontrarnos a lo largo del tiempo, ahí es
entonces donde espacio y memoria se juntan, un lugar bastante lúdico para la
historia.
Llevo varios días pensando en mapas
y ha de ser que atestiguamos un presente en el que los mapas se fueron a la mierda,
sacudieron la cuadrícula y nadie sabe para dónde vamos. Uno se para en este
país, en medio de cualquier calle y de inmediato se desorienta, dejamos de ver
el sol, vivimos nuevamente el tiempo de la sombra. No estoy siendo dramático,
nada más es una descripción un tanto intuitiva de un país que insiste en
gritarnos en la cara “bajó los brazos y largate de aquí”. Ha de venir un poco
de ahí esta mi búsqueda en los mapas, volver a la geografía para explicar
algunas pequeñas cosas, volver a la geografía para explicar, por ejemplo, que
nuestros volcanes forman parte de algo llamado Cinturón de fuego del Pacífico,
vaya manera de nombrar una vena telúrica del planeta que conecta toda la costa
pacífica desde Chile hasta Alaska pasando luego a Rusia, Japón, Filipinas hasta
Nueva Zelanda, ahí el fuego, ahí la fibra sensible, lo que nos sugeriría que la
ceniza de aquellos cuerpos que lanzaron a los cráteres de volcanes en Chile, en
Perú, en El Salvador, quizá sean piedra en Canadá o en Papua Nueva Guinea. Pensar
entonces en la arena del Pacaya en nuestros techos, o en aquel lanzamiento de
materia por los aires del volcán de Fuego,
vaya malabarismo, 29 kilómetros de altura expulsando la vida contra el
cielo, quizá en respuesta a algún movimiento del horror en Filipinas o en Taiwán.
Los volcanes responden, nos queda claro que la vida se impone, majestuosa,
telúrica.
Y sin embargo, es sencillo imaginar
que el Pacaya, el Santa María, el volcán de Fuego, algún día van a desaparecer.
Desaparecerán de donde estaban, miles de años borraran su sombra, desaparecerá
este país y muchas cenizas suspirarán de alivio, y nos queda claro que la vida
se impone, ahí, precisa.
Llevo varios días pensando en
cartografías y recuerdo un mapa que mi papá guardó, uno de la National
Geographic, un mapa de 1985, un mapa donde el planeta estaba partido en la
Unión Soviética y otro montón de pedacitos, el clásico mapa donde Europa y
Norteamérica están como en el centro y el etcétera que ya todos sabemos, la
letanía colonial y el mono de la Pepsi leyendo el mapa de National Geographic.
Pensé en ese mapa hoy que me la he pasado pensando en Luis de Lión, yo nací en
diciembre del 83, y leyendo Los poemas
del volcán de Fuego me nace del corazón y muy ingenuamente la pregunta,
¿era todo horror en los 80?, y cae como un trueno la pregunta sobre el pecho y
escucha uno de regreso los testimonios de una guerra que al parecer fue precisamente detrás del
amor, pero quiero insistir que nací en aquella década, y mis amigos nacieron en
aquella década y entre nuestros nacimientos desaparecieron a Luis de Lión, y
algunos meses antes mis padres hacían el amor, y los de mis amigos, los padres
de esta generación en la que vivo, hacían el amor y se decían palabras hermosas
al oído, y recorrieron sus cuerpos y buscaron algo, y pareciera una herejía recordar
el brillo en los ojos de nuestros viejos en las noches más crueles del horror,
y suena terrible pensar en las caricias cuando sabe uno la cantidad de cuerpos
partidos, reventados, ultrajados contra la piedra y el fuego, así podría sonar
y sin embargo estoy yo acá, y están ustedes, y mis hermanos, y pasó así en
Chile, y en Perú, y en Bolivia y en El Salvador y Nueva Zelanda y en Japón, y
pasaba algo así en algún lugar de Antigua Guatemala, en San Juan el Obispo, y pasaba algo así en las manos de un
joven maestro, uno que estaba enamorado, uno que escribió “la aldea que yo
traía en la cabeza/ fue tomada por asalto y arrasada” y hablaba del amor aquel
poeta, y como él es fácil se recordar a Otto René Castillo, a Roberto Obregón,
a Manuel José Arce, enamorados, ardiendo, literalmente, el fuego inclaudicable
del amor, y vuelve uno a pensar “cinturón de fuego del pacífico” y significa
algo totalmente distinto en 1984 que en 2014, y significa algo totalmente
distinto hace algunos minutos y ahora que compartimos estas palabras como una
mano que aprieta mientras sonríe silenciosa.
Llevo varios días pensando en
mapas, quizá por eso sospecho que a Luis de Lión le pasó algo parecido con un
cuerpo, con el suyo y con el de alguien que aún ama. Presiento que le pasó
aquello de volver palabras algo que es espacio, algo que se busca, el anhelo
ancestral de llegar, de encontrar, el ansia infinita de llegar a un destino,
los mapas.
Y entonces me encuentro a Walter
Benjamin digamos a una edad intermedia
entre la de Luis y la mía, escribiendo
“Viejo mapa: una gran mayoría de la gente busca en el amor su hogar
eterno. Otros (muy pocos), un eterno
viaje. estos son melancólicos que evitan el contacto con la tierra. buscan a
quien mantenga lejos de ellos la violenta nostalgia del hogar. Y, a eso, son
fieles. Los libros y tratados medievales cuando se ocupan de tal temperamento
conocen el anhelo que abriga esta gente por el viaje”. Y entonces nos
encontramos, un poco por casualidad, Benjamin, Luis de Lion, mis amigos y yo en
una esquina del centro histórico de Guatemala de la asunción, y alguien
pregunta ¿de qué lado sale el sol? e instintivamente los otros señalamos hacia
allá, hacia el oriente, sin ningún mapa en las manos.
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